Nido de ratas

Cuántas veces me habré quedado mirando esas vías.
Esa vía a ninguna parte, llena de cables que conectan
vidas, igual de vacías que los raíles de acero, sucios e inmutables al peso de los viajeros que discurre con sudor y prisa en las tripas de la ciudad. Es un maldito hormiguero, siempre lo he pensado. Y no hay reina que valga, ni rey al que dar jaque para que cierren este nido de ratas.
A veces imagino que salto a la vía, y sigo el camino de los cables ordenados en la pared, pisando mierda y cadáveres de a saber qué bicho. A oscuras, con la luz de emergencia que tanto me han fascinado siempre. Intermitente, baja, roja amarilla o verde. Inmutable, anclada a un interminable muro de cemento entre la neblina cancerosa de las alcantarillas.
Sigo soñando mientras miro absorta una cucaracha que cruza el laberinto y se cuela por una rendija. Sigo el túnel a ninguna parte, esperando que me sorprenda algún tren cegándome con las luces. Atravesándome en un segundo eterno. Dejando como recuerdo un bonito montón de carne ensangrentada y huesos astillados.
Un escupitajo cayendo a la vía del lado opuesto me saca del sueño idílico. Es un tipo trajeado y canoso, con el pelo lleno de gomina de hace varios días y zapatos llenos de mierda. Dios, apesta a alcohol desde aquí. Desvío la vista a la franja amarilla de seguridad a mis pies. No quiero mirar a la gente. No quiero que sepan que estoy. Que tengo que estar ahí. Me doy cuenta que voy por buen camino porque las puertas automáticas ya ni me detectan. Por algo se empieza. Solo queda un minuto para que llegue el siguiente tren y ya me estoy poniendo silenciosamente histérica.
Por fin suena el traqueteo aproximándose.

Estamos cansados, saturados de llevar la máscara en tensión. Saludar, sonreír amablemente. Preguntar por la familia, el día, los amigos. Tener redes sociales, interactuar. Hablar por teléfono. Socializar. Aparentar que tienes interés por algo cuando sólo quieres disparar a bocajarro y escuchar el silencio. Al final del día solo quieres quitarte esa losa del pecho, empapada en falsedad y remordimientos, y esperar a que la ciudad duerma para tomar algo de magia que te limpie el alma. Mirar al cielo en calma. Y querer experimentar una colisión de galaxias, en vez de estar cada vez más al fondo de este vertedero negro.
Ese peso cada vez es más difícil de quitar. A veces, si lleva mucho tiempo, se encaja, crecen sus pequeños apéndices debajo de tu piel buscando colonizar tu sistema nervioso. La siguiente vez siempre es más difícil. La magia va complicándose. Necesitas otras fuentes de sabor más amargo, más fuerte. O mejor, experimentar las mezclas. Despiertas un día, abres los ojos y sabes que nada nunca será suficiente. Observas a los demás con envidia. ¿Cómo lo hacen? ¿Cómo aguantan este bucle infinito de basura espacial?
De vez en cuando, otro tipo de magia surge, sin que la busques. Sus fuentes son ignotas, pero es la droga más fuerte conocida. Dicen que es natural, aunque nos empeñamos de vestirla de seda. Que sea natural solo indica, de nuevo, la preeminencia de la dictadura en la sombra.
Salgo del vagón la primera y me dirijo casi corriendo a las escaleras mecánicas. Me tropiezo con el último escalón, cómo no. Un poco más adelante veo mi móvil en el suelo, que me mira con cara de estrella de mar y veo cómo se apaga su último led. Sin mucha gana, recojo el cadáver y me clavo un par de microcristales en el pulgar al guardarlo dentro de un pañuelo en el bolso. Ahora no tengo música, así que más me vale aparentar que la llevo puesta. Los auriculares taponarán algo del mundanal ruido y evitarán acercamientos no deseados. Empieza el slalom, mientras tratas de mirar al infinito, al suelo, o a la pantalla inexistente de tu móvil. Al fin, el torno. Ya puedo sentir el aire fresco y revitalizante del enero en la capital.
Mañana volveré a enfrentarme al túnel.