Despertar

Un día te levantas con una sensación extraña. Quizá he dormido poco, piensas. Al cabo, te das cuenta que es un sueño obscuro el que te ha dejado mal cuerpo. Decides ignorarlo, vas a la cocina a tomarte un té, a ver si consigues despejarte. Mientras se calienta el agua, imágenes nítidas dan vueltas en tu cabeza. No es la primera vez que pasa. Que quizá el caos de imágenes puede ser real. Que puedes ser ella y tú, dos realidades separadas por una membrana invisible de temporalidad.
Un fallo más en la matriz del Universo.
Apenas podía recordar cuándo había sucedido. Mis visiones se mezclaban con el regusto a bourbon y un terrible dolor de cabeza que me pedía a gritos un chute de ibuprofeno. Ni siquiera sabía cómo había sido capaz de llegar a la cama.
Las burbujas de aire comenzaban su danza frenética en el fondo de la cazuela. Es curioso cómo algo tan sencillo puede ser tan jodidamente hipnótico. Me senté en la silla y encendí un cigarrillo, esperando a que llegaran a la superficie y estallaran como pequeñas supernovas en su microcosmos.
Mientras observaba el humo ascender hasta el infinito, noté un pinchazo en el ojo. Parpadeé un par de veces y una figura negra y menuda se apareció difusa en mi mente.
Entonces recordé.
La mancha comenzó a hacerse nítida. Estaba en una fiesta, una casa de una superposición de pisos infinitos, de recovecos irregulares, un gran hall con vidrieras en un lateral y una gran araña llena de polvo. Todos estaban celebrando algo, como si de una fiesta de graduación se tratara, aunque sin saber qué se celebraba ni quién era aquella masa humana. La gente se divertía, reía, había música. Todo estaba cubierto con un manto sordo, uno de agua helada y putrefacta a través del que escuchaba el murmullo del gentío. Sabía que estaba allí, en la fiesta, se sentía allí, veía imágenes de la gente alrededor bebiendo y bailando. Pero a la vez, se sentía espectadora de ese maremágnum de seres aromatizada en alcoholes varios.
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(Lee Balterman, 1960) |
De repente todo empezó a pasar muy rápido y a la vez muy lento. Imágenes iban y venían de su cabeza y se retorcían en un torbellino de sonidos que se entremezclaban. Las figuras de los asistentes y las estancias se sucedían rápido, todo girando en una espiral sin fin. Huía de una habitación a otra, acelerada y muda. Alguien le cogió la mano fuerte, e intentó bailar con ella. Le quemaba, quería huir. Se acordó del vino amargo, y supo que alguien la había drogado. Se mareaba. Al fin consiguió soltarse y salir corriendo entre la marabunta, sin saber muy bien hacia dónde, aunque tenía la sensación de que la misma casa vertical era una trampa. Y sintió la presencia de la mano, persiguiéndola incesantemente, tratando de aplastarla como quien mata una mosca.
Gritó.
Gritó desesperadamente que le dejaran en paz, con todos sus pulmones, y siguió gritando el eco en su mente hasta que todo se disolvió.
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(W. Beksinski) |
El teléfono del agente sonó con un par de pitidos que la devolvieron al hall. Tenía una emergencia y tenía que marcharse. Sí, estaba bien. Después de parpadear lentamente, cogió lo que quedaba de su bolsa negra y salió fuera de la casa. Pensaba encontrar el sonido de las callecitas del pueblo, de la gente que había imaginado ver a la llegada a la aldea. Pero el silencio era demasiado denso. Buscó su móvil en el bolso pensando a quién podía contactar para que le sacara de aquel agujero del mundo. Finalmente lo tocó al fondo del bolso con la punta de los dedos, y lo sacó a la luz.
Entonces, con los rayos del ocaso, se empezó a derretir, convirtiéndose en minúsculas esferas de mercurio que se precipitaron al suelo y se filtraron a la Tierra seca bajo sus pies.
El tiempo volvía a ser líquido.
Paralizada, mirando al Sol más allá del acantilado, se dio cuenta de que no había salida. Había caído en un agujero negro temporal, un lugar perdido en una dimensión paralela.
Se dejó caer, a plomo, sobre la tierra seca.
Y entonces, se sintió terriblemente sola.