Pozo de huesos
Hoy miro a las Perseidas pasar desde el fondo del pozo. Aquí se está a temperatura constante. Húmedo y frío siempre. Inmutable.
Toda mi vida he sido consciente de que nací con la maldición de Cassandra, solo me ha costado un tiempo aceptarlo y aprender a vivir con ello. Luchando contra ello, todos los días. Engañándome y tratando de convencerme de que tengo fuerzas suficientes para joder al destino y hacerle comer sus propias tripas. Pero al final siempre gana. Es algo que va más allá de nuestra percepción pueril y humana. A veces podemos atisbar algo entre la niebla de de pensamientos que nos asalta cada día, pero pasa delante, como un fantasma, y creemos que no es real.
Otra copa más. Otro vaso para poder aguantar esta puta mierda cada día, como un virus alimentándose de las cada vez más menguantes ganas de vivir, detrás de la fachada impoluta que sonríe sin parar. El sabor amargo que nos da fuerzas para seguir respirando. Para caer rendidos con la esperanza de que mañana será otro día.
Hago otro cigarrillo con lentitud, tratando de atrapar las hebras que intentan escapar de la presión del papel que las constriñe. Salgo a la terraza y saco el mechero del bolsillo, dispuesta a encender la carrera que nos acerca un poco más a la muerte. Ese sabor a tierra y a tumba.
Por suerte a estas horas la calle parece un cementerio, llena de silencio espeso e inmutable. El motor que depuraba la piscina comunitaria apenas es un rugido sordo en la noche. Ni siquiera los gatos habituales hacen su fugaz aparición y mutis por el foro. Las estrellas se ven claras, como el cristal del vaso que descansa en la mesilla, vacío de ilusiones. Brillan. A eones luz del planeta, en otra dimensión ajena, hablando en morse. Cada puto día de mierda espero este momento único. El instante en el que sólo me queda ser yo.
Lunes. Martes. Sábado. Da igual. Apenas sé en qué día vivo y lo peor es que me da exactamente igual. Lo único que importa es tener suficientes botellas para poder dormir. Ya ni siquiera aspiro a soñar, mejor no recordar los angustiosos laberintos de enredaderas negras ponzoñosas que me acosan hasta que logro despegar los párpados, y ver que de nuevo brilla ese jodido astro.
Pero aún queda oscuridad suficiente como para martirizarme por cada cosa que he hecho desde que tengo memoria. Qué putada esto de vivir. El pozo. Los pozos. Piensas que ya estás saliendo de uno y no haces más que resbalarte con el espeso musgo que crece a la luz de la Luna. Ni se ve ya lo que fueron las rocas de la escalera de salida.
Miro el cigarrillo con asco, pero sigo inspirando esos malditos palitos de cáncer. ¿Cómo puedo ser tan jodidamente cobarde? A veces me sorprendo a mí misma de lo mal que puedo hacer las cosas.
Sí, a veces...A veces llegas a respirar algo de brisa fresca, con aromas a hierba verde y tierra mojada después de la tormenta. Incluso llegas a caminar. Uno. Dos pasos. Tres. Y de repente, el abismo se abre de nuevo ante tus pies. Tratas de aferrarte al borde. A la hierba. A la roca afilada. Te duelen las manos. Tus uñas sangran y sientes cómo se desgarra la piel y comienza a brotar el olor a hierro liberado. La sal húmeda en tu boca. En el fondo, sabes como acabará. De nuevo, en la oscuridad. Tus huesos conocen ese frío. En el fango del mismo puto pozo que te vió crecer, otro día más.

Otra copa más. Otro vaso para poder aguantar esta puta mierda cada día, como un virus alimentándose de las cada vez más menguantes ganas de vivir, detrás de la fachada impoluta que sonríe sin parar. El sabor amargo que nos da fuerzas para seguir respirando. Para caer rendidos con la esperanza de que mañana será otro día.
Hago otro cigarrillo con lentitud, tratando de atrapar las hebras que intentan escapar de la presión del papel que las constriñe. Salgo a la terraza y saco el mechero del bolsillo, dispuesta a encender la carrera que nos acerca un poco más a la muerte. Ese sabor a tierra y a tumba.

Lunes. Martes. Sábado. Da igual. Apenas sé en qué día vivo y lo peor es que me da exactamente igual. Lo único que importa es tener suficientes botellas para poder dormir. Ya ni siquiera aspiro a soñar, mejor no recordar los angustiosos laberintos de enredaderas negras ponzoñosas que me acosan hasta que logro despegar los párpados, y ver que de nuevo brilla ese jodido astro.
Pero aún queda oscuridad suficiente como para martirizarme por cada cosa que he hecho desde que tengo memoria. Qué putada esto de vivir. El pozo. Los pozos. Piensas que ya estás saliendo de uno y no haces más que resbalarte con el espeso musgo que crece a la luz de la Luna. Ni se ve ya lo que fueron las rocas de la escalera de salida.

Sí, a veces...A veces llegas a respirar algo de brisa fresca, con aromas a hierba verde y tierra mojada después de la tormenta. Incluso llegas a caminar. Uno. Dos pasos. Tres. Y de repente, el abismo se abre de nuevo ante tus pies. Tratas de aferrarte al borde. A la hierba. A la roca afilada. Te duelen las manos. Tus uñas sangran y sientes cómo se desgarra la piel y comienza a brotar el olor a hierro liberado. La sal húmeda en tu boca. En el fondo, sabes como acabará. De nuevo, en la oscuridad. Tus huesos conocen ese frío. En el fango del mismo puto pozo que te vió crecer, otro día más.